Durante el largo reinado de la reina Victoria, de 1837 a 1901, Gran Bretaña experimentó un período de grandes innovaciones y expansión colonial, pero también de profundas diferencias sociales.
Estos fueron los años contados por la brillante pluma de Charles Dickens que supo describir mejor que nadie las barriadas de Londres. Estos fueron los años de la primera Exposición Universal, del primer metro, de la Segunda Revolución Industrial y de los monumentos simbólicos de la ciudad como el Big Ben, la Casa del Parlamento y Trafalgar Square.
En esta ciudad bipolar había una clara distinción entre la higiene de los ricos y los pobres. Esta diferencia comenzaba por el cabello que, en el caso de los ricos, se lavaba con una tina especial, frotándolo bien con jabón y luego pasando sustancias que lo dejaran brillante como las semillas de lino. Extractos de lirio de los valles, rosa y madreselva, fueron fórmulas que se usaron para perfumar la corona. Como no había secador de pelo, las mujeres con cabello muy largo solían evitar lavarse el cabello en las estaciones frías para evitar enfermedades, a menudo muy graves. En el caso de aquellos que se lavaban frecuentemente el pelo y se lo secaban sólo podían hacerlo delante de la chimenea durante una hora. Las personas menos pudientes solían lavar su pelo en el río, desinfectándolo con jugo de cebolla.
A mediados de los siglo IX también se comenzó a dar gran importancia a la higiene bucal, de modo que se inventaron las primeras pastas de dentales, obviamente mucho más primitivas que las actuales. Su composición era a base de limón y bicarbonato, aunque afectaba al esmalte y eran más nocivas que beneficiosas. Aquellos que no podían pagar el cepillo y la pasta de dientes usaban raíces de regaliz, que se masticaban continuamente para limpiar la dentadura.
¡Lo sorprendente es que más de 150 años después aún encontremos bicarbonato en pasta de dientes y semillas de lino en el champú!